Como todos los veranos, los privilegiados que tenemos la oportunidad de ir a la playa algún que otro día, somos testigos de la riqueza de nuestra fauna ibérica. Aparte de las hormigonadas costas, infraestructuras a pié de playa que facilitan la vida tal y como si estuviéramos en el salón de nuestra casa y 17 horas de sol diarias que hacen de nuestras playas el principal reclamo para media Europa, estos lugares son el hábitat de una especie única, no me refiero a los lateros, masajeadores chinos o esos señores que buenamente se ganan el pan ataviados hasta las muñecas y tobillos vendiendo desde gafas de sol hasta alfombras. Esta especie no está en peligro de extinción y merodea durante tres meses y uno cada siete días nuestro litoral.
Si, me refiero a Los Domingueros. Entrañables y auténticos. Naturaleza en estado puro. Fáciles de identificar incluso viéndolos a ras de la arena, acercándose a la orilla dejando tras de sí una nube de polvo como si se tratara de una tribu de Sioux. Desde lejos ya se adivina la jerarquía y se intuyen los tres principales perfiles de la familia.
Por un lado tenemos al futuro de la especie, los niños, esos pequeños seres que se bañan con camisetas de propaganda, inseparables de sus balones de Nivea y demás elementos hinchables que previamente ha inflado el cabeza de familia a pleno pulmón.
Por otro lado está el sexo fuerte de la tribu, las mujeres, cargadas con neveras, cestas de rafia y capazas de esparto llenas de víveres para un mes, siempre me he preguntado cuánto tiempo antes se han levantado estas señoras para preparar tan preciadas viandas, típicas de nuestra gastronomía y en cuyo menú no puede faltar la tortilla de patatas, el pollo con tomate, el pan campero, la ensalada de lechuga y pepino y el kilo y medio de melocotones rojos.
Pero el que más me llama la atención de todos es el último miembro de la familia. El jefe, el padre cincuentón o el abuelo de los niños de los balones de Nivea, este si que es auténtico. Su silueta de tipo barrigón, esa camisa abierta a medio pecho dejando airear la pelambrera que amortigua el crucifijo que cuelga del cuello. Este es el verdadero jefe capaz de cruzar 200 metros de arena fina cargado con sillas plegables, mesas, la sandía que hundirá en la arena y su bastón de mando: la sombrilla.
Su llegada al emplazamiento donde la familia pasará las siguientes horas es todo un ritual, el personaje llega con los ojos entrecerrados, otea el entorno, el horizonte, la distancia con las nudistas de al lado, medita la situación durante unos segundos mientras el poblado pecho se mueve al son de la brisa del mar, desenfunda el pincho de la sombrilla, concentra todas sus fuerzas en un punto del suelo y…¡craka!, como si de un matador se tratase, de un golpe seco y bien calculado mete el pincho haciendo círculos, sintiendo cada centímetro que avanza bajo la tierra hasta que, dando dos puntapiés con las alpargatas de punta de esparto se asegura que eso no lo saca de ahí ni Dios, sabiéndose de esta manera amo y señor de todo el territorio cuya sombra abarque la sombrilla.
Una vez coronado rey de esta tierra infértil el siguiente paso es acomodar en el agua de la orilla la sandía (o melón de agua) que ha comprado en la carretera camino de la playa. Hunde a empujones la sandia en la arena húmeda, garantizándose que para después del pollo con tomate esté bien fresquita.
El siguiente y último movimiento sería abrir la silla plegable más grande que tenga y ubicarla en el punto bajo la sombrilla donde sabe que a ninguna hora dará un rayo de sol, se apalancara ahí toda la jornada y no se moverá hasta la hora de recoger, porque todo lo más que se va a mojar este personaje van a ser los tobillos para clavar la sandía (o melón de agua) en la orilla.
Y es que, sinceramente, las tendencias nos harán cambiar pero por mucho Chill Out en Ibiza, por muchos Clubes Náuticos y por muchas redes de volley-playa que nos pongan, jamás se acabará con nuestro Dominguero Ibérico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario